José Alberto Álvarez Bravo.
Por lo común, el ser humano vive convencido de que las magnitudes son inalterables, fijas, inmunes a las complicadas teorizaciones relativistas de filósofos y “sesudos”, proclives a deambular de cirro en cirro, de nimbo en nimbo.
Una de las magnitudes que mejor corrobora lo inconmovible del axioma, es la distancia. La Ley Conmutativa apabulla a las mentes más díscolas, pertinaces en cuestionar hasta la existencia de lo tangible. La distancia de A a B es igual a la distancia de B a A. Fuera del perímetro del Hospital Siquiátrico, no hay arreglo, salvo que se circunscriba a los difusos límites de la onírica y/o, las alucinaciones, esas que se dan en “condiciones especiales”.
No solo hay que pensar, con sorna contenida, en estupefacientes o alucinógenos, sino también, por ejemplo, en una huelga de hambre “a rajatabla”. Sobre todo, después de la segunda semana.
Fundamentalmente desde el punto de vista económico, la huelga de hambre es infinitamente más ventajosa en materia de obtener esas “condiciones especiales”, pues en lugar de arruinarse –y arriesgarse- en la adquisición de costosos y peligrosos alcaloides, se economizan importantes sumas al prescindir de alimentos, dentífricos y papel higiénico, por no citar gastos indirectos como transporte vehicular, suelas de zapatos y otras nimiedades.
Claro que la huelga de hambre, aunque solo se reduce a colocarse un candado de firmeza de principios en la boca, no está al alcance de todos los terrícolas. A menos que, viviendo en sociedades normales, se trate de excéntricos o de tipos desesperados por llamar la atención.
Para que se justifique un acto de esta naturaleza, se requieren determinadas circunstancias, como por ejemplo, vivir en sociedades regidas por autócratas totalitarios.
Sé que a Usted, si leyó hasta aquí, dos topónimos le vinieron de inmediato a la mente: Corea del Norte y Cuba. Pero como es de esa gente que se machuca la corbata buscándole la contrapelusa a la caquita del piojo, enseguida arribará a la conclusión de que las diferencias idiosincráticas de ambas naciones impiden la comparación: los norcoreanos, hasta donde trasciende, soportan la esclavitud con mejor talante que los cubanos. O al menos que un creciente grupo –nada desdeñable- de cubanos.
Si la primera condición es el gentilicio, la segunda es la determinación de rechazar, con erguida virilidad, el ultraje al derecho ciudadano. El hecho propiciatorio: que la prepotente bota del tiranuelo caiga sobre ese derecho, por aplastar el mal ejemplo del desafío cuestionador de legitimidades y fueros.
Condiciones y motivo en mi haber, el 1 de diciembre di este responsable y serio paso.
Compatriotas dispersos por el planeta asediaron mi determinación, movidos por su convicción de la superior utilidad, para la noble causa, de mi presencia viva sobre mi ejemplo de mártir. Por lo magro y añejo de mi anatomía, a las dos semanas el móvil me traía voces lejanas, pero la fraternidad cubana me ponía corazones nuevos en el pecho, como para asistir al mío, exhausto y reticente. Nombres que mi cerebro se negó a retener, o pedir a los deudos anotar. Fabián, y mi Aldo bueno, cuyo corazón bombeó mi sangre, y me tiene aquí, trabajando por Cuba. Cecilia Cominero, quien pese a lo ligero de su bolso, puso a Sevilla, meca de la antiquísima tauromaquia, más cerca que Guanabacoa.
Asustado ante la firmeza inequívoca, el bunker envió dos médicos a controlar día a día el avance del deterioro físico, fuente nutricia del vigor moral. Y redujo, vencido y ridículo, el asedio gansteril a seis horas, una vez por semana, diluyendo la base de sustentación de mi postura.
Elemento decisivo, Moisés Leonardo Rodríguez y su propuesta de asumir, temporalmente, la labor de la Academia Nueva Esperanza en otra vivienda, pues según la vana palabra de los vicarios de sus majestades, su ubicación en mi domicilio es la manzana de nuestra discordia.
Seiscientas cuarenta palabras, transgresión de la continencia, pero no puedo ignorar el otro elemento que grabó con fuego nombres que, en lo sucesivo, de sitial no carecerán en mis afectos. Nombres que mi eterna novia –la letra impresa- y la tecnología, me permitieron rescatar del pandemonio.
La Galia, artesa de la cultura moderna, se rehúsa devolverme a Israel Betancourt, añorante de su tórrido caimán; Héctor Lemagne, con su anhelante corazón a dos latidos de su terruño; la Hispania legendaria, con Catalunya como cuna de mi chozno, tiene a Jorge Luis Llanes como en posición de arrancada; la nieve hostil de la distante Canadá no enfría el patriotismo de Ricardo López.
Limón limonero, las niñas primero. La delicadeza hacia el bello sexo nos viene de la cuna, pero no ha habido con Laura olvido, ni desdén, ni postergación. Ella inspira este tropel de palabras, pues puso alas a mi raciocinio, y me hizo entender que a los dieciséis días me podía considerar indómito.
Su nombre, Laura M. Pruna, es lo segundo que se de ella. Lo primero es que tiene un panal por corazón, y miel fina y ambarina en sus arterias. Y no fue idiota, ni vale un décimo de los que nos quedamos a retar al tigre. El Que Nació en Dos Ríos a la Eternidad, tampoco.
Pero quizás ni en esto radique la singularidad de Laura, sino en haber probado que, fuera de las Ciencias Exactas, la distancia no siempre es una magnitud rígida.
Cuando en el crisol de los buenos sentimientos se vierten el amor, el patriotismo, el desinterés y la bondad, la distancia puede convertirse en una abstracción sin dimensiones precisas. Cuando laten a compas dos corazones sangrantes por Cuba, la distancia desaparece como éter derramado.
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