Por: José Alberto Álvarez Bravo.
Domingo 27 de febrero de 2011. Santa Rita de Casia, en Miramar, La Habana. Las Damas de Blanco posan para las cámaras en la escalinata de la iglesia. Los asalariados de la prensa oficialista revolotean como buitres alrededor de las valientes.
Uno de estos sujetos, amparado por la impunidad de quien se cobija medroso y servil bajo el capote del forzudo, se acerca a Laura Poyán, en ristre una ponzoñosa pregunta: ¿Micheletti le parece honorable?
No tengo cómo saber si Laura reconoció al sujeto, ni si sabe que es uno de los peores esbirros ideológicos de la gerontocracia castrostalinista, ni que responde al nombre de Enrique Ubieta. No es importante averiguar esta nimiedad, y no sé si me acuerde de preguntarle a ella cuando la vea, pero lo cierto es que ni siquiera le hizo caso. Al lacayo de la dictadura le molestó sentirse ignorado, él que de seguro se ve a sí mismo como la más lúcida de las plumas alquiladas a las bagatelas miserables de las prebendas castristas.
Hubiera dado gustoso la mitad de lo que me queda por vivir a cambio de haber sido el Pepe Grillo de Laura, para que de sus labios brotara una respuesta ajena.
Algo así le habría dicho al traidor a su pueblo:
“-No sé quién es usted, señor, ni imagino la intención de su pregunta, pero le diré que mi papel no es enjuiciar a Micheletti ni a otras personalidades extranjeras, pues solo vivo consagrada a reivindicar los derechos ciudadanos de mi pueblo, conculcados por el longevo gobierno cubano. En general no tengo elementos para cuestionar la honorabilidad de esta figura pública hondureña, pues no conozco que haya ordenado el hundimiento de alguna embarcación cargada de niños hondureños, ni fusilado a jóvenes de su país por tratar de escapar en una lancha, ni encarcelado a cientos por ejercer la libertad de expresión, ni ordenado golpear a mujeres indefensas, ni me consta que los ciudadanos de Honduras necesiten un permiso especial del gobierno para salir o regresar a su país. Perdone no poder dedicarle más tiempo.”
Pero no soy Pepe Grillo, y tuve que rumiar la impotencia de no poder cruzar unas estocadas con el escriba a sueldo de los opresores vitalicios.
Por eso no pude contenerme cuando una jauría de distorsionadores de la verdad cercaron a Moya en una madeja de minuciosas capciosidades, quebrantando mi norma habitual de tomar mis fotos y redactar mis notas, por lo que me vi de pronto gritando ¡Zapata vive!, secundado de inmediato por más de treinta gargantas disidentes. Aplastante derrota para la ortodoxia castrista. Horas más tarde, en 19 y K, la escoria gubernamental tomaría su cobarde venganza torturando a tres decenas de mujeres sobradas de lo que carecen los dictadores Castro Ruz.
La chusma diligente, para hacer méritos ante sus amos, prestó su garganta para verter sobre las Damas, toda la hez de otra respuesta ajena.
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