Por: José Alberto Álvarez Bravo.
El viernes 6 de mayo de 2011, en horas de la tarde, un grupo de hermanos de la resistencia anticastrista, como es habitual, se reunió en mi casa, C/ J # 104, e/ Calzada y 9, Vedado, La Habana, Cuba, estableciéndose nuestra acostumbrada actividad de socialización. Sin embargo, un sello diferente singularizó esta jornada que contó con la presencia del pastor Reinaldo Martínez y su esposa.
Como suele ocurrir en las actividades en que participen religiosos, esta terminó con alabanzas y palmas, donde se clamaba por la libertad.
A poco de retirarse el matrimonio, los chivatos que viven al lado de nuestro hogar llamaron a la policía política, presentándose en los bajos del edificio dos conocidos segurosos.
Renuentes a recibir los denuestos de mi mujer, uno de ellos, un joven que usa el nombre de Diego, me llamó al móvil, pidiéndome que bajara a hablar con ellos. La primera pregunta, por parte del que no se (ni me interesa) el seudónimo que usa, fue cuántos hermanos quedaban en mi casa, a lo que respondí con firmeza que no tenía por qué darles ese dato.
La esencia de la verborrea de Diego es que no debo permitir que en mi casa se profieran gritos de Abajo Fidel y Abajo Raúl, pues en los bajos vive un funcionario del Comité Central del Partido único, y en la cuadra viven varios miembros de la nueva clase castrista, figuras prominentes del Ministerio del Interior.
También me pidió el joven, tristemente identificado con la dictadura que ya era vieja cuando él nació, que no hiciera de nuestra conversación un hecho mediático. Para sus pretensiones apeló a mi sentido de la vergüenza.
Inicialmente tenía decidido no mencionar este suceso, no porque haga pactos con los representantes del régimen, sino por la trivialidad del mismo y, sobre todo, porque en ese momento no tenía conocimiento de que un hermano de la resistencia se debatía entre la vida y la muerte, golpeado por los esbirros del castrismo.
De haber conocido la situación de Juan Wilfredo Soto García, “El Estudiante”, le habría preguntado a estos defensores de la dictadura castrista en nombre de qué vergüenza apelaban a la mía.
¿En nombre de qué vergüenza pueden hablar los representantes de quienes cargan sobre sus hombros la responsabilidad por la muerte de miles de cubanos en el Estrecho de la Florida?
¿En nombre de qué vergüenza pueden hablar los cómplices de quienes ordenaron el hundimiento del Remolcador 13 de Marzo?
¿En nombre de qué vergüenza debo comprometerme a guardar silencio frente a quienes derribaron las inermes avionetas de Hermanos al Rescate?
¿En nombre de qué vergüenza vienen a hablarme quienes no les piden cuentas a sus amos por el fusilamiento de tres jóvenes, y la condena a cadena perpetua a otros cuatro, por intentar abandonar la isla-prisión en la lancha Baraguá?
¿En nombre de qué vergüenza se creen con derecho a imponer normas quienes golpean no ya a hombres indefensos, sino incluso a mujeres, algo que ni remotamente sucediera durante la breve dictadura de Fulgencio Batista?
¿En nombre de qué vergüenza osan pronunciar ese vocablo quienes apuntalan un régimen que desgobierna sin el consentimiento expreso y democrático del pueblo cubano?
Lo siento, Diego, pero mi aprecio a tu persona queda supeditado a tu abandono a las filas de la dictadura castrista; mientras, entre nosotros es imposible el más mínimo entendimiento, pues yo hablo el lenguaje del culto a la dignidad plena del hombre, y tú repites el decrépito y gastado discurso que, por más de medio siglo, ha intentado justificar la presencia vitalicia en el poder de un grupito de hombres que ha llegado a la ancianidad encaramado sobre las ansias de libertad de un pueblo que ya no soporta seguir siendo esclavo.
Disculpa si defraudo tu expectativa de discreción sobre este tema, pero debes tener presente que mi único compromiso es con mi conciencia, con mi pueblo, y con mi verdad, y el gobierno que ustedes sostienen a punta de látigo y cepo, nada tiene que ver con estos valores.
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