Por NICHOLAS CASEY
Barcelona/ Mambí en A/ Cuando Reinaldo Balocha volvió a enfermarse de malaria por duodécima vez, no descansó para nada. Aún con la fiebre sacudiendo su cuerpo, se echó el pico al hombro y regresó a trabajar en la mina ilegal de oro donde pica piedras.
Balocha, un técnico en computación, no encajaba en el trabajo de las minas; sus manos suaves solían golpear el teclado, no la tierra. Sin embargo, la economía de Venezuela colapsó a tal grado que la inflación anuló su salario, y con él sus esperanzas de conservar una vida de clase media.
Es por eso que Balocha —al igual que decenas de miles de personas de todo el país— viajó hasta estas pantanosas minas a cielo abierto en busca de un futuro.
Aquí se encuentran meseros, oficinistas, taxistas, profesores universitarios y hasta funcionarios públicos que están de vacaciones y salen a cribar oro para el mercado negro, bajo la supervisión de un grupo armado que les impone tarifas y los amenaza con amarrarlos a los postes si desobedecen.
Esta es una sociedad en crisis, un lugar donde la gente educada abandona los cómodos trabajos que tienen en la ciudad por duros y peligrosos trabajos en canteras lodosas, desesperados por lograr que el dinero les alcance. El costo es elevado: la malaria, durante mucho tiempo contenida en la periferia del país, ha regresado para vengarse.
Venezuela fue el primer país del mundo en acabar con esta enfermedad en sus zonas más pobladas; lo hizo en 1961, mucho antes que Estados Unidos y otros países desarrollados, según la Organización Mundial de la Salud (OMS). Fue un gran logro para una pequeña nación, una acción que allanó el camino para el desarrollo de Venezuela como potencia petrolera y alimentó las esperanzas de que fuese un modelo que ayudaría a erradicar la malaria en todo el mundo.
Desde entonces, el mundo ha dedicado enormes cantidades de dinero y de tiempo para erradicar esta enfermedad. En los últimos años, se ha logrado reducir un 60 por ciento las muertes en los lugares donde la población sufre de malaria, según la OMS.
Pero en Venezuela, el reloj marcha hacia atrás.
El colapso económico del país ha traído de regreso esta enfermedad; la sacó de las remotas minas de la selva donde sobrevivía en silencio, y volvió a diseminarla por todo el país a niveles que no se veían desde hacía 75 años, según los expertos.
Todo comienza en las minas. Por la crisis económica, al menos 70.000 personas de todos los estratos sociales han visitado esta región minera desde el año pasado, asegura Jorge Moreno, un médico venezolano experto en mosquitos que actualmente trabaja cerca de las minas. Miles de personas se están infectando a medida que aumenta la explotación de oro en pozos llenos de agua, que son el caldo de cultivo perfecto para los mosquitos que transmiten malaria.
Luego, cuando ya tienen el parásito en la sangre, las personas regresan a sus casas en distintas ciudades de Venezuela. Por la crisis económica a menudo no hay medicinas y la fumigación es escasa, entonces la malaria enferma a decenas de miles de personas y causa la desesperación en ciudades enteras.
“El oro hizo que este lugar se volviera atractivo; provocó una gran migración y, en consecuencia, la diseminación de la malaria”, explicó Moreno. “Con la crisis llega esta enfermedad que se agudiza con las malas condiciones”.
Una vez que sale de las minas, la malaria se propaga rápidamente. A cinco horas de distancia, en Ciudad Guayana, un antiguo enclave industrial donde hay muchos desempleados que se han dedicado al trabajo en las minas, un grupo de 300 personas llenaba la sala de espera de una clínica en mayo. Todos tenían los síntomas de la malaria: fiebre, escalofríos y temblores incontrolables.
No había luz porque el gobierno había racionado la energía para ahorrar electricidad. No había medicinas porque el Ministerio de Salud no las había entregado. Los médicos hacían pruebas de sangre con las manos desprotegidas porque ya no tenían guantes.
Maribel Supero abrazaba a su hijo de 23 años que temblaba sin poder hablar. José Castro sostenía a su hija de 18 años que gritaba. La doctora Griselda Bello movía sus manos con un gesto de impotencia y le decía a otro paciente que esperara un poco más. Las pastillas se habían acabado y no había nada que pudiera hacer.
“Regrese mañana a las 10 de la mañana”, le sugirió al enfermo.
“Ay, Dios”, respondió el paciente. “Uno se podría morir de aquí para allá”.
“Sí, efectivamente”, confirmó la especialista.
En la población vecina de Pozo Verde, los habitantes dijeron que la malaria había llegado después de que los mineros comenzaran a regresar enfermos a sus casas, y los fumigadores del gobierno desaparecieron hace dos años. Hoy, el colegio secundario público se ha convertido en una incubadora: desde noviembre de 2015, la cuarta parte de sus 400 estudiantes se contagiaron de malaria.
“Se podría pensar que íbamos a hacer algo: acordonar la escuela o declarar la cuarentena”, dijo Arebalo Enríquez, el director de la escuela, quien contrajo malaria junto con su esposa, su madre y siete miembros más de su familia.
Oficialmente, la propagación de la malaria en Venezuela se ha convertido en un secreto de Estado. El gobierno no ha publicado informes epidemiológicos sobre la enfermedad durante el último año y afirma que no hay crisis.
Sin embargo, el informe más reciente que The New York Times obtuvo de médicos venezolanos confirma que se está produciendo un repunte de la enfermedad. Según ese documento, el año pasado los enfermos de malaria se incrementaron en un 56 por ciento, alcanzando una cifra de 136.000 casos.
La enfermedad se ha expandido rápidamente por todo el país; ahora hay casos en más de la mitad de los 23 estados. Entre las cepas presentes se encuentra la Plasmodium falciparum, la forma más letal y grave de la malaria.
“Es una situación de vergüenza nacional”, dijo José Oletta, exministro de Salud de Venezuela que vive en Caracas, donde los casos de malaria también están apareciendo ahora. “Yo veía este tipo de casos cuando era un estudiante de medicina, hace medio siglo. Esto me duele. Esa enfermedad había desaparecido”.
En El Dique, una población rural donde la malaria no se conocía hasta hace dos años, Juana García, de 66 años, estaba sentada afuera de su casa. Había enviudado recientemente, porque su esposo contrajo la enfermedad y murió. Prácticamente no hablaba ni se movía de la silla.
“Ella va a seguir luchando”, aseguró Ana María Padrón, su hija.
En la casa de Padrón, sus dos hijos también combatían la malaria. La fiebre comenzó en la mañana: a las 8 en el caso de Omar, de 8 años; y a las 11 empezó con fiebre Arístides, de 7 años. La familia no había encontrado ninguna medicina. Los niños solo habían recibido analgésicos.
“Estamos rezando”, dijo la madre.
La tentación del oro
Las minas ilegales están desperdigadas a lo largo de decenas de kilómetros; van dejando un tramo marcado de viruelas en la tierra, donde la selva se abre para dar paso a innumerables cráteres y cicatrices.
Algunas operaciones mineras tienen el tamaño de pequeñas piscinas donde dos hombres tamizan el barro con cacerolas, como si fuese una escena sacada de las explotaciones de yacimientos auríferos que se realizaban en California hace más de un siglo. Otros drenan anchos pantanos con enmarañadas redes de tubos y bombas. En otro lugar, cientos de buscadores de oro hurgan la tierra roja y blanca en una excavación que tiene 15 pisos de profundidad y la longitud de un campo de fútbol americano. La llaman Cuatro Muertos.
Esto no debería suceder. En el pasado las reservas de oro fueron controladas por una empresa canadiense antes de que el presidente Hugo Chávez la expropiara y se comprometiera a utilizar sus recursos para financiar su revolución socialista.
Pero esa operación siguió el mismo patrón de mala gestión y abandono que muchas otras expropiaciones durante la era de Chávez. Eventualmente el Estado abandonó el territorio alrededor de la mina, y sus beneficios potencialmente lucrativos. Los explotadores de oro se apoderaron de la zona, y también llegaron los grupos armados que se hacen llamar la ley.
Pero al menos hay comida.
Mientras el país se convulsiona por la escasez de comida y los disturbios, mientras las multitudes hambrientas saquean las tiendas, los restaurantes y las panaderías, el pueblo minero de Las Claritas, a corta distancia de la mina Albino, vive en relativa abundancia.
Los restaurantes ofrecen menús completos. Los mercados callejeros están llenos de frutas y llegan camionetas cargadas de calabazas. En un país donde escasea el jabón, se venden una docena de marcas distintas en una tienda cuyos propietarios son chinos, también ofrecen siete modelos de televisores con pantalla plana. Los mineros desembolsan gordos fajos de billetes, producto de sus ganancias por el oro, y los pasan por una máquina contadora.
La promesa de una Venezuela diferente, un país donde haya suficiente comida y trabajos bien pagados, llevaron a Yudani González a abandonar sus estudios en Ciudad Bolívar, la capital del estado Bolívar, donde ha aumentado el desempleo. Se marchó para dirigir un desvencijado campamento en la selva donde cocina para los mineros con una mano y cuida a dos niños pequeños con la otra.
“Aquí puedes salir adelante”, dijo González mientras bañaba a su hija de dos años en un balde de plástico al mismo tiempo que cocinaba.
Danneris Flores, una empleada del gobierno que tiene un segundo trabajo como cocinera de un campamento minero, se sentó cerca. Flores es asistente administrativa en una clínica estatal de salud, pero la moneda venezolana ha caído tanto que su salario es apenas de un dólar al día, según el valor actual de la divisa en la calle.
Así que pidió vacaciones y las usó para trabajar un par de semanas en las minas.
Su cuñado trabaja para PDVSA, la petrolera estatal, y hace lo mismo. Flores cuenta que al trabajar por un corto periodo en las minas gana dos veces su salario mensual. Contaba los días que le faltaban para regresar a casa y ver a sus tres hijos.
“Nunca imaginé que trabajaría en una mina”, le comentó a González, mientras servían la comida. “Antes las personas pensaban en ir a la escuela”.
Un minero entró a saludar a las mujeres y dijo que recientemente había visto a alguien morir de malaria. González comentó que había sufrido la enfermedad en cuatro ocasiones. Su hijo, de cuatro años, ha contraído malaria en tres oportunidades.
“Te cobran dos gramos de oro por la medicina”, explicó. “Tú pagas lo que te pidan”.
No todos pueden encontrar la medicación, a pesar de las ganancias del oro.
Hace unos días, José Yoel Castillo se tambaleaba en la entrada de la clínica de malaria en Las Claritas; cargaba en sus hombros a dos familiares mientras convulsionaba y no podía hablar.
Castillo se ganaba la vida en la población de Caicara del Orinoco llevando pasajeros en la parte de atrás de su motocicleta. Pero un grupo armado le quitó la moto y Castillo no pudo comprar una nueva.
Así que se vino a las minas. Rápidamente consiguió trabajo y dinero, incluso para comprar la medicina contra la malaria la primera vez que se enfermó. Sin embargo, cuando los síntomas aparecieron por segunda vez, no pudo encontrar el tratamiento en ninguna parte.
“Algunas personas pueden seguir trabajando y superarlo”, dijo su cuñado, Alejandro López. “Pero otros no”.
Incluso con dinero en los bolsillos, los mineros conocen los peligros de regresar a casa.
Josué Guevara, de 20 años, abandonó sus estudios en ingeniería industrial para venirse a las minas. Alguna vez se imaginó como director de Alcasa, la compañía estatal de aluminio. Sin embargo, dijo, sus familiares que trabajan allí apenas podían comprar comida.
“Ahora tengo otras metas”, aseguró, parado sobre el borde del cráter de la mina Cuatro Muertos, donde ahora vive y trabaja.
Usando gasolina y otros químicos para extraer el oro, Guevara gana 500.000 bolívares (cerca de 500 dólares en el mercado negro) durante una buena racha de dos semanas, lo que equivale a 75 veces el salario mínimo. Sin embargo, cuando este verano contrajo la malaria, hizo lo mismo que otros mineros: regresó a casa para recuperarse y llevó la enfermedad consigo.
“Todo tiene sus riesgos”, dijo.
Del otro lado de la mina, Pedro Pérez, de 38 años, se sienta en una estructura hecha con tres postes y un toldo donde duerme con otros diez mineros. En marzo dio positivo de malaria dos veces. La tercera vez ni se molestó en que le hicieran la prueba.
“Estaba recostado y sentía los mismos síntomas”, relató.
Él también regresó a su casa en Ciudad Bolívar, donde su madre se contagió de malaria. “Nosotros llevamos la enfermedad”, dijo Pérez. A veces recuerda su vida antes de llegar a las minas durante el otoño pasado: era supervisor en una refinería estatal de metal.
También era dueño de una casa con cuatro habitaciones y dos baños, así como de un Ford Focus 2005. Junto con su esposa, que es abogada, solía viajar a Margarita, una isla tropical en la costa norte de Venezuela.
Sin embargo, antes de que perdiera su trabajo el año pasado, la caída de la moneda venezolana había reducido el valor de su salario a unos 26 dólares mensuales. Finalmente dejó su casa para ir a la mina.
“No me acostumbro a bañarme en un río de agua sucia”, dijo. “Creo que antes tenía una buena vida”.
Hace unas semanas, su esposa vino a Las Claritas para comprar provisiones como comida y jabón que no encontraba en Ciudad Bolívar. La pareja pasó tres noches en un hostal de los mineros. Después de que su esposa se fue, Pérez sintió las tensiones en su matrimonio.
“’Sé que es difícil para ti’, le dije, ‘pero tenemos que aceptar esta nueva realidad’”, contó Pérez.
En Las Claritas, sentada en la mesa de un oscuro burdel que olía a alcohol, estaba Angélica, una joven de pelo negro cuyos padres no saben que es prostituta. Hace tres meses dejó la ciudad de Maturín, cuando comenzaron a estallar los disturbios por la escasez de comida.
“Antes tenías que hacer fila durante horas, pero algo conseguías”, relató Angélica, que no quiso dar su apellido. “Pero ahora ya no queda nada allá”.
Hoy gana el equivalente a 40 dólares cuando un minero quiere pasar la noche con ella. Lo más común es que el dinero llegue en cuotas de a ocho dólares, que es lo que gana cuando un cliente quiere tener sexo e irse enseguida.
A veces, cuenta, puede llegar un cliente que tiembla de fiebre y no puede hacer nada porque tiene malaria. Otras veces es el dueño de una de las tiendas chinas. Los hombres vienen de todos los rincones del país.
“La parte más difícil de esta vida es estar con alguien a quien no amas”, dice.
El regreso de la malaria
Venezuela solo vivió su auge después del declive de la malaria.
Era la década de 1920 cuando se descubrieron los yacimientos masivos de petróleo que desencadenaron una bonanza económica.
Por ese entonces dos tercios de Venezuela estaban muy afectadas por la malaria, una situación que se interponía entre el país y su riqueza. Más tarde esas tristes escenas fueron inmortalizadas en Casas muertas, una novela de 1955 escrita por Miguel Otero Silva en la que se cuenta la historia de las muertes provocadas por la malaria entre los trabajadores petroleros que luchaban por sobrevivir.
Liberar a la nación de la malaria se convirtió en un tema central para el desarrollo de Venezuela, aseguró Oletta, el exministro de Salud.
“Solo después de que la malaria se fuera podían llegar los caminos y la industria”, afirmó. “Era un país enfermo y, cuando se recuperó, las cosas cambiaron”.
Esta tarea transformadora fue liderada por Arnoldo Gabaldón, el exministro de Salud que inició uno de los primeros esfuerzos a gran escala para erradicar la malaria y se convirtió en héroe nacional.
Varios equipos construyeron canales de irrigación en las zonas rurales de Venezuela para drenar las pozas de agua estancada y construyeron casas de hormigón para que los mosquitos tuvieran menos sitios donde reproducirse. Gabaldón fundó un centro de investigación en la ciudad de Maracay para ampliar la misión y capacitar a funcionarios de América Latina y África, entre otras regiones.
Sin embargo, fue el uso de insecticidas —inicialmente DDT y otras sustancias— lo que comenzó a revertir la situación. Las paredes de casi todas las casas rurales fueron rociadas, una técnica que mataba a los mosquitos cuando estos se posaban a descansar. Los fumigadores dejaban un sobre con la fecha en que volverían. Para 1949, las muertes por malaria habían descendido drásticamente: de 300 por cada 100.000 personas a solo nueve.
Cuando Hugo Chávez asumió la presidencia, 50 años después, y comenzó a hacer realidad su visión del socialismo para Venezuela, el sistema creado por Gabaldón se había desvanecido hacía mucho tiempo, aunque parecía que la malaria seguía confinada a algunas zonas rurales. Sin embargo, la reestructuración de la economía durante el gobierno de Chávez y sus seguidores, junto con la creciente dependencia de las ganancias petroleras y la instauración de un sistema de control sobre las divisas que restringía los dólares, cambiaron esa situación.
En 2014 y 2015, cuando los precios del petróleo colapsaron y el gobierno batalló para conseguir dinero y pagar alimentos, servicios e importaciones, hubo gran escasez de cloroquina y primaquina, dos medicamentos para combatir la Plasmodium vivax, una cepa que produce malaria crónica.
En 2016, los médicos aseguran que hay escasez de casi todos los fármacos para combatir la malaria, sobre todo de un coctel de medicamentos para contrarrestar la Plasmodium falciparum, una cepa mortífera cuyo remedio apenas cuesta un dólar por dosis.
Leopoldo Villegas, un experto internacional en malaria que se encuentra en Bangkok, aseguró que el gobierno también dependía de métodos poco actualizados, como el rocío de insecticidas al aire libre, lo que tiene poco efecto en los mosquitos de malaria. Aseguró que no sabe por qué usan este procedimiento. Y como no hay informes epidemiológicos de nuevos casos de malaria, no se sabe cuánta medicina se necesita.
Gustavo Bretas, un experto brasileño en malaria, afirma que en el pasado Venezuela capacitó a los expertos de toda la región en la prevención de la malaria. Sin embargo, su incapacidad para contener este brote implica que ahora está desempeñando el papel contrario: es una amenaza para los países que lo rodean, particularmente Brasil, donde también hay minas de oro ilegales.
“Está comenzando a diseminarse por los países vecinos”, dijo, y añadió que la falta de estadísticas oficiales hace que sea difícil medir la dimensión del problema.
El Ministerio de Salud de Venezuela no respondió a las peticiones de entrevista, entre ellas una carta que se entregó en sus oficinas.
Oscar Noya ahora trabaja en el viejo laboratorio de Gabaldón en Caracas debajo de una fotografía de su mentor luciendo traje y corbata. En los últimos días los pacientes con malaria volvieron a sentarse en esos escalones; muchos han venido desde las minas. Una mañana hace poco llegaron 15: 12 de ellos dieron resultados positivos en las pruebas de malaria.
Noya intenta arreglárselas sin medicinas esenciales como el artesunate, que está incluido en la lista de “medicamentos esenciales” de la OMS para el tratamiento de casos graves de malaria Plasmodium falciparum. Solo le quedaban tres dosis y necesita seis para tratar a un solo paciente que presente un cuadro grave.
Una noche reciente un grupo entró en uno de sus laboratorios de malaria y se robó las computadoras. Es uno de los 20 ataques que este año se perpetraron contra el Instituto de Medicina Tropical, dijo Noya. El médico se pregunta si serán personas alineadas con el gobierno.
“Creemos que esto no es más que intimidación porque no nos quedamos callados y no vamos a guardar silencio”, dijo, en referencia a las declaraciones públicas que ha hecho sobre la malaria y la propagación de otras enfermedades.
Noya hizo a un lado las dosis de artesunate, mientras los pacientes seguían llegando. Los miraba con un aire de desesperación. “Gabaldón habría muerto de un paro cardiaco si hubiera visto lo que está pasando”, expresó.
Un orden fuera de la ley
A pesar de la constante rotación de trabajadores que llegan de toda Venezuela, hay un claro orden en las minas. Lo impone un grupo armado conocido como “el Sindicato”.
Uno de los jefes del Sindicato vino a las minas hace unos años a ejercer su profesión original como dentista. Sigue haciéndolo. Sin embargo, los escuadrones de vigilantes que controlan este lugar en sus motocicletas son la verdadera fuente de su riqueza y poder. Lleva cadenas de oro, dos dientes de oro y prendas doradas que le cubren los nudillos.
Después de que el gobierno abandonara la zona, las minas crecieron de nuevo. Esta vez desplegaron un ritmo ingobernable mientras arrasaban el bosque, generando charcos de agua estancada y una población que es presa fácil de los mosquitos, con lo que allanaron el camino para la explosión de la malaria.
El jefe, quien prefiere mantener su anonimato porque podría ser arrestado por las autoridades, dice sentirse orgulloso de la capacidad del Sindicato para llenar el vacío que dejó el Estado. Reconoce que los castigos que aplica su grupo pueden ser espantosos, como dispararle en la mano a un hombre por robar, o amarrar a los postes ubicados a la entrada de la población a quienes delinquen, junto a un letrero que detalla la fechoría cometida.
Sin embargo, argumentó que la disciplina mantenía bajas las tasas de crimen en los campamentos y permitía que los mineros hicieran su trabajo en paz, otro aspecto que se ha erosionado mucho en las peligrosas ciudades de Venezuela.
“Esperar justicia de la policía es un chiste”, afirmó. “Tienes que imponer tu propia justicia”.
Eduardo Medina está de acuerdo. Es un exfarmacéutico que hace un año dejó de trabajar en el estado Zulia para dedicarse a la minería porque vio que la crisis económica se agudizaba.
“Puedes salir a cualquier hora y alguien te puede poner una pistola en la cabeza para que le des tu teléfono… o amenazar a tu madre con un cuchillo”, afirmó Medina en su carpa. “Aquí el crimen está controlado. Nos cobran pero también resuelven los problemas”.
No obstante, la aparente calma es un engaño. Los conflictos se levantan en otros lugares donde los rivales se disputan el control de las minas. En marzo, al menos 17 mineros fueron masacrados en lo que las autoridades creen fue una de estas disputas.
Durante un descanso, Eduardo Medina miraba hacia la mina donde sus compañeros trabajaban.
“En cualquier momento te pueden matar en Zulia”, dijo. “Pero también te pueden matar aquí”.
Según el jefe, en comparación con todos los problemas que hay que enfrentar para mantener el orden, la malaria es el más difícil. “Con la malaria estamos jodidos”, dijo.
La tarea de monitorear la enfermedad parece haberle sido delegada a Miguel Martínez, un funcionario estatal de Salud que trabaja en una solitaria oficina ubicada a corta distancia del burdel de la mina. Allí examina las muestras de sangre de los mineros: bajo su microscopio, una tintura pinta el parásito de malaria de color morado oscuro. El registro que tenía a su lado mostraba que la mitad de los pacientes que lo habían visitado ese día habían dado positivo.
Como muchos trabajadores venezolanos de la salud, Martínez estaba frustrado. “Así como no hay arroz ni frijoles, en este país tampoco hay medicinas”, dijo.
En la mina caía la noche, ese momento en que el mosquito Anopheles comienza a alimentarse. En la oscuridad se oía a los feligreses de una iglesia pentecostés que hablaban como poseídos, y más allá una ruidosa carpa roja y azul que prometía alcohol y cuerpos desnudos.
Cinco hombres martillaban una veta de cuarzo bajo un toldo, la pulverizaban y filtraban para separarla del oro. Otros caminaban con el agua hasta los hombros en pozos llenos de metales pesados, como mercurio; metían tubos para bombear el lodo. Pájaros tropicales volaban a la distancia.
“¿De verdad la malaria viene de los mineros?”, preguntó Aníbal Flores, un minero de 28 años que dormía en una hamaca colgada entre dos columnas, al lado de la mina. “Pero ¿a qué otro lugar podemos ir a buscar dinero? ¿A la ciudad? Allá no hay comida”.
Los venezolanos han tomado el asunto en sus propias manos. A cinco horas de distancia, en El Dique, los residentes recolectaron 100 bolívares casa por casa para contratar a un fumigador que fuera a rociar las calles.
En la mina, donde muchas veces las pruebas de malaria no están disponibles, los mineros dicen que han desarrollado su propio examen: beber dos botellas de cerveza. Según esta prueba, si sienten un dolor agudo en el riñón, donde se alojan los parásitos, el paciente tiene malaria. Las autoridades sanitarias dicen que eso no sirve.
Sin embargo, Balocha, el técnico de computación que trabaja en la mina Albino, está vivo gracias a esa prueba. Los mineros la llaman “la prueba artesanal”. Hace poco había enfermado de nuevo y ahora esperaba los medicamentos en una clínica.
Balocha recordaba las palabras de su tío, quien hace un año lo llamó justo cuando su salario como técnico en computación no valía nada en la ciudad de Valencia. “Aquí hay plata”, le dijo su tío, que estaba trabajando como minero. “Tienes que saber cómo encontrarla”.
Balocha comenzó como “palero”, el trabajo de menor rango, en el que se dedicaba a romper piedras. Ya desde entonces, explica, ganaba más de lo que era su salario en la ciudad después de que la inflación lo disminuyera.
También recordaba la primera vez que tuvo malaria: “Los escalofríos por todo el cuerpo como si estuvieras entre dos bloques de hielo”.
“La primera vez que contraje malaria fue la peor”, dijo Balocha, parado frente al centro de salud donde las personas esperaban su tratamiento. “No puedes controlar los temblores. Sientes que te vas a morir. Te sientes como zombi”.
Sin embargo, dice bromeando, aquí se hará millonario. Cree que algún día se irá a Europa, lejos de las minas, la malaria y el Sindicato.
Balocha miró al cielo y suspiró. “En la mina, la felicidad solo es temporal”.
Patricia Torres y Clavel Rangel colaboraron en este reportaje.
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